Solemnidad de Todos los Santos y Fieles Difuntos

Alberto Serrano Larios

Lo que coloquialmente conocemos como celebración de “día de muertos“, nosotros los cristianos lo celebramos en dos fiestas: el 1° de noviembre festejamos a Todos los santos y el 2 de noviembre, a Los Fieles difuntos que duermen el sueño de la paz. La primera nos sirve para acercarnos a conocer a aquellas personas que nos dejaron una serie de enseñanzas para vivir el amor de Dios por los demás: ellos son los santos. La segunda, nos recuerda que, en cualquier época, siempre ha habido personas que se han dejado tocar por el amor de Dios. La Iglesia celebra no solo a los santos que están canonizados (canon se refiere al catálogo en el que están inscritos los nombres de las personas que la Iglesia ha llamado santos), sino a todas aquellas personas que transmitieron el mensaje de Dios.

Ahora bien, ¿quiénes son los santos? Aunque parezca extraño, los santos son personas comunes y corrientes, nada extraordinarias, de diversas clases sociales y muchas veces poco conocidas por la sociedad. Pero, ¿qué fue lo que hicieron estas personas para que la Iglesia les haya dado ese título? Simplemente tuvieron una experiencia del amor de Dios en la Persona de Jesús; esa experiencia transformó sus vidas radicalmente hasta el punto en que libremente decidieron vivir como Él: amando y dando la vida por los demás, en algunos casos.

Así, la santidad consiste en procurar vivir como nos enseña Jesús en el Evangelio: amando a Dios y al prójimo como a uno mismo (Cfr. Mc. 12,30-31). Todos podemos hacer esto porque somos creaturas de Dios. Ya en la Sagrada Escritura encontramos repetidas veces las expresiones “Dios es amor y es Santo“, nosotros, como hijos suyos, podemos imitar a nuestro Padre viviendo con santidad y amor. Una persona que ha sentido el amor de Dios en su corazón no puede seguir siendo la misma que antes de tal experiencia. Ese amor es tan grande y desbordante que la persona buscará la forma de compartirlo con aquellos que más lo necesiten.

Los santos también vivieron las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y la Iglesia los propone como modelos para que, conociéndolos, podamos imitar algunas de sus obras. Todos estamos llamados a la santidad y no se necesita forzosamente hacer sacrificios ni ofrendas. Para llegar a la santidad, basta con amar genuinamente, o como decía san Agustín: “Ama y haz lo que quieras, pero fíjate bien qué es lo que merece ser amado”.

Por otro lado, ¿quiénes son los fieles difuntos? Son todas aquellas personas que han partido a la casa del Padre. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es <<salario del pecado>>. Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección” (CIC. No. 1006). El santo obispo de Hipona, por su parte, expresa la añoranza natural que tiene el ser humano de volver con su Creador cuando nos dice “nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti”. De ahí que el ser humano, sabe que está en este mundo de paso, buscando su felicidad plena, la cual alcanzará cuando se encuentre cara a cara con el Señor.

El cristiano no ve la muerte como una maldición sino, en realidad, como una bendición ya que con la muerte de Jesús, esta ha sido transformada (cfr. CIC. No. 1009). De tal manera que, cuando muere alguien, principalmente un ser querido, es indudable el dolor que causa su partida pero, los que nos quedamos peregrinando en este mundo, damos gracias a Dios y nos alegramos por todas las bendiciones que derramó sobre ella. Además, nos queda el consuelo, por la virtud de la esperanza, de que resucitará en el día del juicio final, y también la certeza de fe de que esa persona se ha ido a la Casa del padre y que, cuando llegue el final de los tiempos, todos estaremos nuevamente reunidos, y habremos recobrado un cuerpo y un alma gloriosos, es decir, nuestra humanidad será por fin perfecta y no moriremos jamás.

Asimismo, la Iglesia celebra esta festividad para pedir por todos los difuntos que están en el purgatorio para que lleguen a la presencia de Dios. Se le denomina así a este estado de vida intermedio entre la vida terrena y la vida celestial, porque en él, los fieles difuntos purgan sus penas. Esta purificación es necesaria puesto que el pecado, por su naturaleza, lastima la amistad con Dios e impide acceder directamente al cielo.

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También, en la religiosidad popular, recordamos la forma en cómo nuestros antepasados celebraban la memoria de sus seres queridos que habían fallecido; ellos lo hacían a través de las tradiciones prehispánicas: ponían un altar en sus casas adornado con flores, velas, comida, agua, sal, sahumerio, etcétera, pues se creía que las almas de los difuntos tenían que recorrer un largo camino para llegar a lo que ellos llamaban el Mictlán (el lugar de los muertos). Entonces, en solidaridad con ellos, dejaban toda esa comida para que se alimentaran estas almas y tuvieran fuerzas suficientes para seguir su camino.

Ahora, a partir de la evangelización de dichas tradiciones más bien sabemos que, cuando una persona es llamada a la presencia de Dios, ya no necesita el alimento terrenal pues su alma está descansando en Él. Sin embargo, la Iglesia promueve que sigamos poniendo altares en nuestras casas para recordar a nuestros seres queridos difuntos, pues la ofrenda que colocamos en los altares se ha revestido de un significado cristiano. Por ejemplo; lo primero que debe tener el altar es un crucifijo que nos recuerda que Jesús padeció y murió por nosotros, la comida representa el cuerpo de Cristo como alimento que se entrega por todos, el agua nos recuerda el bautismo y además es signo de purificación, las velas aluden al signo de la luz de Jesucristo que ilumina nuestras vidas en todo momento, la sal simboliza que somos sal de la tierra para infundir el Evangelio con todo aquel que lo necesite, el sahumerio constituye el signo de la conducción del alma al cielo; entre otros elementos que pueden formar parte de la ofrenda.

Así pues, cada vez que los cristianos celebramos estas festividades, lo hacemos para recordar el sentido que tiene vivir amando y, al mismo tiempo, aumentar nuestra certeza de fe en que los difuntos siguen viviendo en Dios. Ya Gabriel Marcel, pensador católico, decía: “amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”.